martes, 2 de septiembre de 2014

LEON

LAGO DE ISOBA (VALLE DEL PORMA)

Esta ruta permite recorrer un hermoso rincón de la Cordillera Cantábrica, en el límite norte de León, y enmarcado en el Parque Regional de Picos de Europa.

Se trata de un paseo circular que rodea al Pico San Justo, y que discurre durante buena parte del recorrido junto a los ríos Porma e Isoba. El agua nos ofrecerá increíbles paisajes como pozos y cascadas y por supuesto el lago Isoba, en cuya orilla comienza el recorrido.

No entraña gran dificultad por lo que se puede recorrer con niños. Se ha de tener en cuenta que se trata de una zona de montaña y que tanto el tiempo como la dificultad son orientativos y están calculados para recorrer la ruta en ausencia de nieve. Con nieve, no adentrase en ella sin los conocimientos y el equipo adecuado. También se han de extremar las precauciones en presencia de niebla.




Lago Isoba – Los Forfogones

A medio camino entre Puebla de Lillo y la Estación Invernal de San Isidro, se encuentra la localidad de Isoba, último pueblo leonés antes de cruzar la frontera administrativa con la vecina Asturias. Se trata de un pequeño pueblo de montaña que conserva el sabor ganadero a pesar de la cercanía a la carretera y a la estación invernal con el consiguiente trasiego durante todo el año.

Escasos metros antes de esta localidad, a la derecha si te acercas desde León (por la carretera LE-332), hay un cómodo y amplio aparcamiento, prácticamente a orillas del Lago de Isoba, que será el punto de partida de esta ruta.


En las inmediaciones del lago podemos observar un refugio para montañeros, y un chozo tradicional o palloza, de techo de escoba, restaurado y útil para guarecerse. Este lago tiene la particularidad de que durante el los invierno fácilmente se hiela y se cubre completamente por nieve.


La ruta sigue en dirección norte-este, bajando rápidamente hacia el río Isoba, afluente del alto Porma, que en su discurrir paralelo a la ruta, presenta algunos saltos de agua realmente espectaculares.

Una vez abajo, en la orilla, y tras cruzar un pequeño puente de madera, estaremos en una encrucijada donde podríamos elegir entre ir hacia este o hacia el oeste, hacia el pueblo de Isoba. Nosotros elegiremos la derecha, y caminaremos cómodamente atravesando la vega del conocido como valle Langreo.
En este valle destacan las limpias praderas, algunos muretes de piedra bastante bien conservados y desde aquí, si levantamos la cabeza, podremos ver algunos abedulares con sus troncos blancos, especialmente llamativos cuando han perdido sus hojas.

Inmediatamente nos adentraremos en la Foz de Entrevados, paso rocoso y estrecho, que hará que el camino vaya más pegado a la ladera del pico San Justo, vigía de todo el recorrido, debiendo poner más atención en el camino, pero sin dejar de otear a nuestra derecha el encajado río y su rosario de saltos. Con suerte en la ladera de enfrente podremos ver rebecos pastando.

Seguimos avanzando, rodeando el pico, y la vegetación comienza a aumentar alrededor. Llegaremos a un cruce señalizado con un cartel, que nos indicará un acceso al río, que recomendamos hacer. Se trata de una visita puntual al río en una zona realmente interesante, el Pozo de La Leña que cuenta con una curiosa leyenda que incluimos en el mapa interactivo.

Una vez investigado regresaremos al camino principal seguiremos avanzando, ahora rodeados de mayor frondosidad, acompañados por robles, acebos, abedules y hayas, por un camino más abierto, pedregoso y húmedo, donde encontraremos la famosa fuente de Jerumbrosa, también señalizada.

En poco tiempo alcanzaremos las vegas y praderías del río Porma, el camino se ensanchará, y llegaremos a otra encrucijada, que indica nuestro camino y el que lleva a la localidad de Cofiñal.

Para proseguir nuestro destino giraremos a la izquierda y nos dirigimos hacia el norte, paralelos al río Porma, al que trataremos de acceder en el punto indicado, para disfrutar de otro pequeño rincón especial, Los Forfogones.


Los Forfogones-Lago Isoba

Para completar el circuito programado, una vez visitadas las cascadas volvemos a cruzar la pasarela y retomamos el estrecho sendero que directamente ahora se encaminará hacia el norte. Llegaremos hasta el Puente de los Hitos, por donde la carretera de acceso a los puertos de Tarna y Las Señales salva el río Porma.

Desde aquí giraremos radicalmente a la izquierda, para afrontar el tramo conocido como valle del Pinzón, siguiendo la ladera norte del pico San Justo, en las praderas por debajo del hayedo que viste toda la falta del imponente pico.

Encontraremos una estación de medición de Confederación Hidrográfica del Duero al principio de este tramo, una zona más abierta, donde veremos como la carretera asciende hacia los puertos, y dejando a nuestra espalda la visión de un denso y espectacular pinar, el Pinar de Lillo.

Seguimos nuestro camino después de fantasear con el interior de tan magnífico bosque de acceso restringido, y volvemos a la realidad no menos impresionante de nuestro hayedo. Nuestro sendero discurre cómodo a media ladera, con el arroyo de Pinzón abajo, la oscura linde del hayedo arriba, y las praderías con ganado, sobretodo equino, y algún que otro chozo diseminados por el paisaje.

Llegado un punto, nos adentraremos en el precioso hayedo, hasta alcanzar el Collado del Pinzón, que separa los Picos San Justo y Pinzón, y orienta la ruta, ya en su recta final, cuesta abajo, hacia la localidad de Isoba.

Desde el pueblo solamente nos resta alcanzar la laguna en cuyas inmediaciones tendremos aparcado nuestro vehículo.






La Leyenda del Lago Ausente

En la montaña leonesa, subiendo por el pantano del Porma hacia el puerto de San Isidro, existe un pueblo llamado Isoba en cuyas cercanías puede disfrutar el visitante de dos hermosos lagos. El más cercano al pueblo lleva su mismo nombre; Lago Isoba. El otro se sitúa un poco más alejado y aunque se trata de un lago de origen glacial, no faltan las leyendas que especulan con su origen, como ocurre con todo buen lago que se precie. Le llaman Lago Ausente y este relato es una visión de lo que me contaron de esas leyendas.


La montaña es un adversario muy duro para el caminante. Deteniéndose en uno de aquellos miradores, observando maravillado el paisaje desde las alturas, el viajero inunda de aire puro sus pulmones y de paz su corazón. Montañas hasta más allá de donde alcanza la vista, y apretados en sus faldas, zigzagueantes y estrechos valles surcados por senderos y salpicados de tanto en cuanto por pequeñas aldeas de pastores y artesanos, cazadores y pescadores. No muy lejos de allí, un grupo de rebecos que salta entre peñas imposibles, no pierde de vista a la nota discordante en la sinfonía del paisaje. Vigilan con curiosidad la figura de aquel hombre que, apoyándose sobre un largo bastón y cubierto por una larga capa de la cabeza a los pies, lleva un tiempo ya detenido, inmóvil, salvo por el leve gesto que descubre su cabeza dejando caer a su espalda la capucha de su capa.

Atesora el regalo de las vistas con unos ojos de mirada profunda, oscuros,  viéndose perdido en el filo del horizonte, entona su canto de despedida, consumiéndose como brasa incandescente. Una nariz recta y bien formada cae sobre una espesa y descuidada barba que devora codiciosa medio rostro, haciendo apenas perceptibles las angulosas formas de un rostro enjuto y curtido en penurias de mil caminos. Su cabello, cortado antes de llegar a los hombros, disimula su azabache salpicado con el blanco de incontables canas que no ayudan a calcular la edad del viajero.

El tañido de una campana invita a los fieles a acudir a la ermita. Sorprendido se percata de cómo las sombras arrojadas por los altos picos  expulsan rápidamente los restos de luz, abandonados a su suerte por un sol ya derrotado. Tendrá que darse prisa si quiere llegar a la aldea con tiempo de procurarse una cena antes de que la noche le cierre las puertas de los lugareños.

De regreso al camino, continúa su peregrinar subiendo las últimas rampas hasta las primeras casas de la aldea. Un puñado de pequeñas pero robustas pallozas, construidas piedra sobre piedra, con su techumbre cubierta de haces de centeno ennegrecidos por el sol y el agua, entretejen un pequeño laberinto de senderos entre pendientes y corrales. Cabras lecheras y ovejas lanudas asoman entre los postes de muchos de aquellos corrales. Muy cerca de la entrada de la aldea se yerguen dos casas ovaladas de mayor tamaño que el resto. En sus corrales, las vacas que tirarán del arado rumian ahora sosegadas la paja de sus pesebres. Muy pronto, el ganado se recogerá al interior de la vivienda, compartiendo espacio, seguridad y calor con la familia, apenas separados por un bajo tabique de tablas de roble. Delgadas columnas de humo se escapan del extremo superior del cono de varias de las casas señalando la proximidad de la cena. A estas alturas del año, ultimando el verano, la temperatura desciende notablemente al caer la noche y ya se agradece un poco de fuego en el hogar para templar el ambiente, sobre todo para aquellas familias que no posean una pareja de vacas que compartan su calor.
El viajero se dirige primero hacia esas casas que parecen albergar a las familias más prósperas de la aldea. Con decisión golpea la puerta nada más acercarse a ella, firme, pero sin violencia. Se escuchan unos ruidos tras las maderas de la puerta y al poco se entreabre asomando por el quicio una niña de unos diez o doce años. Lleva el pelo recogido y la cara lavada, sonrosada y regordeta, como corresponde al estatus de la vivienda. Ladea la cabeza y mira al desconocido viajero con el ceño fruncido.

- ¿Quién es niña? – Se oye una voz de mujer desde el interior.

- Soy un peregrino que va de camino a Oviedo, a la Catedral de El Salvador, y que pide una limosna para la cena, que el estómago vacío no reconcilia bien con el sueño y el descanso – Se apresura a contestar el viajero.

Unas cazuelas entrechocan ruidosamente dentro de la casa y al pronto la puerta se abre completamente por la mano de una mujer que con una escoba en la otra mano bufa iracunda increpando al peregrino.

- ¿Otro vago a comer del cuento? ¿Os creéis que porque tengamos dinero podéis venir a limpiarnos la bolsa o a vaciar nuestros pucheros un día sí y otro también? ¡Pues nos ha costado mucho ganarlo! ¡Arrea de aquí, no quiero verte! – Amenaza ahora con la escoba apuntando al perplejo peregrino.

Con un fuerte portazo  deja al viajero en la calle, con sus esperanzas y buenos deseos atrapados por sorpresa entre la puerta y su marco. Muchas veces le habían negado la dádiva, pero siempre con escusas más o menos probables; no con tanto desprecio descarado y manifiesto. Sobrepuesto, ¡qué le vamos a hacer!, dirige sus pasos hacia la siguiente vivienda, también de tamaño respetable y ganado numeroso. Esta vez procura llamar a la puerta con más delicadeza no siendo que el culpable de tan frío recibimiento fuese su amistoso ímpetu mal comprendido.

Mas esta vez no sale nadie a recibirle, si bien el postigo del ventanuco adyacente se entreabre lo suficiente para que unos furtivos ojos observen al peregrino con muy poco disimulo.

- Buenas tardes nos dé Dios, buen hombre – Se dirige el peregrino a la sombra tras la ventana. – Me preguntaba si sería tan amable….

En cuanto mueve un pie en dirección a la ventana esta se cierra bruscamente dejando las palabras colgando, inútiles y vacías, en la boca del viajero.

No perdamos la esperanza; hay más casas en el pueblo, se dice el peregrino dándose ánimos mientras enfila el sendero que le lleva a la parte más poblada de la aldea. Al acercarse a la siguiente casa encuentra un hombre reuniendo las cabras para recogerlas en la vivienda a través del portón trasero que se abre hacia la cuadra.

- Buenas tardes nos dé Dios, buen hombre – repite como tantas otras veces -. Tiene usted un rebaño de cabras muy bien cuidado.

El aludido también ha clavado la mirada en el peregrino y de tal manera, que parece querer leer sus palabras en el fondo de su cráneo. Pero el hombre se limita a mantener su mirada fija en el viajero mientras golpea mecánicamente una vara contra el suelo para azuzar a sus cabras. Ni una palabra sale de sus labios, ni un solo gesto en su semblante; simplemente mantiene la mirada, impasible y sin emoción. Tras unos larguísimos segundos de expectación nuestro viajero intenta romper el silencio abordando directamente el asunto de su parada.

- Soy un peregrino de camino a El Salvador, en Oviedo. Tal vez quisiera ayudar a este humilde viajero que llega hambriento y sediento de su largo caminar.

Pero aquel pastor, quizá cansado de mirar al peregrino, busca con su mirada a la última cabra de su rebaño, coja y retrasada, y avivándola con la vara acaba metiéndola en la cuadra. Tras ella, y manteniendo un silencio propio de quien no ha visto un ser vivo con el que hablar, se introduce en la vivienda y cierra el portón de la misma.

Atónito ante tal comportamiento, se dirige resignado hacia la siguiente vivienda, muy cercanas entre ellas, casi formando un círculo. En la puerta de una de esas casas se encuentran reunidas varias mujeres que ya comienzan a recoger los husos de madera con los que han estado hilando lana durante toda la tarde. En el corral, se oye el alborozo de varios muchachos dedicados a recoger blancos ovillos de lana que han sido puestos a secar tras su lavado. Cuando se acerca al grupo de mujeres estas enmudecen sus cotorreos y dedican al viajero miradas de desconfianza y expectación. Solo después de presentarse y exponer los motivos de su parada se rompe el silencio entre las lugareñas.

- ¿Crees que tan sobrados estamos que podemos dar comida a cualquier vago que se presente en el pueblo? – Espeta una de ellas con desprecio.

- ¡Vete a otro pueblo a aprovecharte de su gente! – grita otra.

- ¡Sigue tu camino y sal del pueblo o te sacarán nuestros maridos! – amenaza una tercera -. No tardarán en amarrar el ganado y reunirse aquí.

- Si, vete de aquí. No queremos vagabundos en nuestro pueblo – continúan.

Al tiempo, los mozalbetes han abandonado sus tareas y observando divertidos la escena deciden tomar parte en ella. Sin ningún tipo de aviso, el peregrino se ve sorprendido por una lluvia de piedras que le son arrojadas desde el corral. Quiso la mala suerte cebarse con tanta saña con él que uno de aquellos cantos alcanzó al sorprendido hombre en la frente con tal fuerza, que se le nubló la vista y, mareado, sintió la caliente sangre descender por su cara. Desorientado por la pedrada solo pensaba el peregrino en abandonar el campo de batalla, mas no sabía en qué dirección encontraría su alivio. Escuchó una voz, autoritaria, pidiendo paz a las mujeres y amenazando con estirar orejas a los muchachos. Una mano se metió bajo su brazo y le ayudó a mantenerse en pie. La misma voz le hablaba ahora, casi susurrándole al oído.

- Venga conmigo buen hombre. ¿Pero qué es lo que ha hecho para enfurecerlos así?

Al principio no pudo ver a su salvador y, cuando creyó que la vista se le aclaraba, creyó no mejorar pues solo veía el color negro. Pronto descubrió que el motivo de ello era debido a que quien lo había rescatado no era sino el cura de la aldea y el negro su sotana. Era un hombre joven, seguramente recién ordenado sacerdote. Lo llevaba a una pequeña casita pegada a la ermita, también modesta por la escasa población que la necesitaba. Una vez en su interior, el párroco le limpió la herida de la frente con un paño limpio y mucha agua fresca.

- No tiene buena pinta – le comunicó con un arrugado mohín en su rostro -. Quédese con este pañuelo y sosténgalo apretado contra la herida; ayudará a que deje de sangrar.


Ilustración: Nerea Munitxa

Y le ofreció otro paño limpio que sacó de un cajón bajo la mesa. El peregrino lo aceptó agradecido y lo sujetó con fuerza contra la herida palpitante que martilleaba su cabeza.

- Estaba a punto de cenar – continuó el cura -. No tenía gran cosa preparada pero si repartimos la cazuela y saco un trozo de queso que aún guardo en la alacena creo que podremos acabar el día con el estómago no muy vacío. Lástima no poder ofrecerle un poco de pan, pero no podré comprarlo hasta mañana por la tarde.

Después de dejar la cazuela y el queso sobre la mesa, se dirigió de nuevo a la alacena y volvió con una botella que parecía de vino.

- Que el señor me lo perdone, pero creo que usted necesita un poco de este vino que guardo para las misas. Y perdone a mis feligreses – se disculpó el cura -, no se fían de los forasteros y no parece que mis oraciones tengan mucho efecto en sus cerrados corazones.

Y así, cenaron fugazmente las escasas provisiones que, no llenando del todo sus estómagos, sí colmaron sus espíritus gracias a su mutua compañía. Tras la cena, los dos hombres continuaron charlando amigablemente entre ellos. Andaba el peregrino describiendo su visita por la catedral de León y sus magníficas vidrieras, cuando llamaron a la puerta. Como si esperara la visita, el cura se apresuró a abrirla y a recibir a una señora de mediana edad que traía entre sus manos una sotana negra planchada y doblada.

- Aquí la tienes, remendada como nueva – le decía la mujer -. A ver si tienes más cuidado y no la vuelves a enganchar.

- Madre, por favor…. – rogó el párroco haciendo un gesto para que la mujer viera que no se encontraba solo.

Al mirar hacia el viajero se percató del paño que sujetaba sobre su frente y de la mancha escarlata que afloraba entre sus pliegues. Rápidamente se acercó al peregrino y preguntó a su hijo por el motivo de la herida. Tras las explicaciones la mujer pidió ver el estado de la herida, y después de comprobarlo, dedicó una mirada de desaprobación a su hijo.

- Mi hijo tiene buen corazón y mejores intenciones – habló dirigiéndose ahora al peregrino -. Quizá se le dé bien curar el alma, pero del cuerpo no tiene ni idea. Acompáñeme a mi casa; hay que dar unos puntos a esa brecha o se infectará antes de que quiera empezar a cicatrizar.

Tras despedirse del párroco, el peregrino siguió a la mujer por el sendero que llevaba hasta su casa. Por el camino se cruzaron con dos de las otras mujeres que apenas una hora antes habían protagonizado la violenta escena que acabó con la pedrada en su frente. Pudo reconocerlas a pesar de la escasa luz que aún quedaba, pues el oscuro manto de la noche ya comenzaba a arropar toda la montaña. Lo sorprendente para él fue que ahora le miraban con aire divertido.

- Mira con quien va el vagabundo – Susurraba una de ellas.

- Un sinvergüenza que solo quería nuestra ayuda para una buena noche – continuó su compañera -. De haberle dado alguna moneda ahora estaría en la bolsa de la zorra.

Aunque los comentarios se hicieron en voz queda no se esforzaron mucho por no ser oídos, si bien la mujer que le acompañaba ni se inmutó y siguió su camino como si no hubiera visto a aquellas chismosas mujeres.

Pronto entraron en la vivienda de aquella mujer. En la cocina ardían unos troncos que iluminaban casi toda la estancia. La vivienda estaba dividida en dos partes, como casi todas las construcciones que se levantaban a lo largo de las montañas, sobre todo más al oeste, donde las montañas de León chocaban serpenteantes y se mezclaban con las gallegas. En la parte más baja, aprovechando la ligera pendiente del suelo, estaba la cuadra en la que podía verse una pareja de vacas. Contra la valla que separaba la vivienda de la cuadra se apoyaba un escaño largo de madera que hacía las veces de asiento a la mesa frente a él, y de almacén, pues todo el espacio bajo el asiento no era sino un baúl. Frente a la mesa, la cocina donde ardían los leños. A la izquierda de la cocina se apilaban unos troncos entre la pared y la alacena. A la derecha se escondía tras unas cortinas una pequeña estancia que, seguramente, fuera la alcoba donde aquella mujer descansaba por las noches.

Mientras la mujer ponía al fuego una aguja curvada y buscaba un ovillo de hilo continuó hablando con el peregrino.

- Los lobos o algún oso desorientado te obligan a estar preparada para poder dar unas puntadas a alguna oveja o incluso una vaca si han sido atacadas y sobreviven.

Viendo la cara del viajero ante la incandescente aguja la mujer soltó una abierta risotada y poniendo una de sus manos sobre su hombro le dijo en tono divertido:

- Solo serán un par de puntadas; ni lo vas a notar.

De repente se palmeó la frente en señal de haber recordado algo. Con rapidez se volvió hacia la alacena y abrió uno de las puertas superiores.

- ¡Recristo! No recordaba que aún guardaba esto – juró ruidosamente mientras sacaba una botella de vidrio tallado que tenía un líquido dorado en su interior -. Es orujo con miel. Suelo tener alguna reserva para aliviar los catarros en el invierno. Un buen trago despeja las vías respiratorias y, en tu caso, te ayudará a no pensar tanto en esa aguja.

Le llenó una pequeña taza de latón y se la ofreció pero dejó la botella en la mesa, al alcance y disposición del herido. Éste bebió de un trago el contenido de la taza y casi se le cae de la mano al arrancar a toser.

- ¡uf! – resopló -. Es muy fuerte. Y está muy bueno. Se lo agradezco.

- Es costumbre rebajar el orujo para que gane dulzor pero, ¡qué demonios! – Explicaba la mujer -. Cuando quiera beber agua ya iré al manantial.

Unos minutos más tarde y otra taza más sosegadamente vaciada y el rostro del viajero ya recuperaba su color al tiempo que su lengua perdía destreza. La mujer comenzó con la faena de remendar la herida con tanta destreza y delicadeza que apenas fue más que una molestia para el sufrido paciente. Después dio unas vueltas a la cabeza con una gasa larga y estrecha para cubrir la herida. Cuando hubo finalizado la obra y comenzado a recoger los utensilios para las curas el viajero abordó un tema que le traía inquieto y que, de no haber sido por el aguardiente, quizá no se hubiera atrevido a sacar.

- Esas mujeres con las que nos cruzamos de camino a su casa…. – se calló al ver cómo la mujer se detenía y como de su semblante se  borraba la sonrisa.

- Ahora estarán haciendo cábalas de cómo gasta sus monedas con la fulana del pueblo – terminó ella la frase.

- No entiendo – balbuceaba el viajero sintiéndose confuso -. Pero el cura…

La mujer se sentó a su lado en el escaño y, dejando que su vista se perdiera entre las brasas que crepitaban en el hogar comenzó a contarle la historia de su vida a aquel hombre que acababa de conocer.

- Hace veinticuatro años construyeron un puente de piedra en la carretera para unir unas peñas y evitar un largo rodeo que se daba por entonces. Vinieron hombres expertos en el trabajo con la piedra desde muy lejos y entre ellos un joven apuesto que pronto se encaprichó de la joven que les llevaba el agua. Yo tenía solo dieciséis años colmados a partes iguales de ignorancia e inocencia. Me dejó preñada y al terminar la obra se marchó; ni siquiera esperó a que naciera el rapaz. Me quedé sin padres a los doce años y preñada a los dieciséis. Sola. ¿Sabe usted lo que le espera a una madre soltera en estas tierras? Desprecio. Debí marcharme, pero esta es mi tierra. Una anciana de la familia de mi difunto padre me ayudó mientras pudo, pero no es fácil sacar adelante un hijo en esas condiciones. Nadie me daba trabajo, ni prestaban ni vendían. Lo único que pude hacer fue ganarme unas monedas haciendo lo único por lo que ya me señalaban todos. Por amor tuve a mi hijo, aunque no fuera un amor correspondido, y por dinero compartí lecho con hombres a los que no conocía. No me arrepiento de ello pues me ha permitido ver a mi niño hecho un hombre. No me está permitido ir a la iglesia a verle rezar por nosotros, pero tampoco me preocupa. No creo que Dios tenga quejas de mí. Al fin y al cabo, él entregó su hijo a los hombres para que lo crucificaran; yo entregué mi cuerpo a los hombres y a él mi hijo para que lo ensalce en su grandeza.

El viajero meditó la historia en respetuoso silencio. La última frase había sido expresada con cierto asomo de sarcasmo, creyó apreciar. Por fin, la mujer reaccionó y dándose unas palmadas en sus rodillas se levantó de la silla para enfrentarse al peregrino.

- Ya le han visto entrar en mi casa, así que lo hecho, hecho está. No permitiré que salga a dormir sabe Dios dónde esta noche. Pasará la noche aquí, pero no se haga ilusiones; dormirá en ese escaño donde ahora está sentado mientras yo lo hago en mi cama. Creo que es usted un hombre honrado y que merece mi confianza, pero por si acaso le advierto que con el tiempo he aprendido a defenderme de los hombres que no respetan a las mujeres.

- Se lo agradezco de todo corazón – contestó sincero el viajero -. No quisiera ni por error faltar el respeto a quien con tan buena disposición me ha recogido y curado sin siquiera conocerme.

Tras despedirse hasta el día siguiente con el buenas noches acostumbrado, el viajero se enrolló en su capa y se recostó sobre el escaño. La mujer, echando un último vistazo al inmóvil viajero, se retiró a su alcoba, el pequeño rincón junto a la cocina, y corrió una cortina cosida de paños oscuros que protegía su intimidad de las miradas de un hombre que, por una vez, dormiría al otro lado de las mismas.

Las primeras luces del día fueron barriendo las sombras de la noche, dejando al descubierto los furtivos retazos de una neblina que se arrastraba entre las casas en su descenso desde lo alto de las cumbres. Un nervioso perro de oscuro pelaje y mirada avispada se desperezaba y estiraba mientras daba vueltas a pequeños saltitos alrededor de un enorme mastín, color canela, que permanecía echado sin el menor amago de cambiar de postura.

En el interior de la vivienda la mujer despertó con el primer quejido de las maderas del escaño bajo el peso del peregrino, que se desperezaba y estiraba poco a poco mientras se incorporaba. El hombre había dormido de un tirón y le dolían ligeramente las costillas debido a la posición forzada sobre el escaño. La mujer se había mantenido en un duermevela intermitente, alternando finos sueños con vívidas visiones apocalípticas que, aún horrendas, no llegaban a causarle temor como para ser la causa de su desvelo, más bien al contrario fue satisfacción lo que descubrió mientras meditaba sobre sus visiones al tiempo que se vestía.

El viajero recogió las escasas pertenencias que portaba en su hatillo de viaje y se dispuso a abandonar la vivienda para continuar su viaje, a lo que la mujer se negó rotundamente. No permitiría que saliera de su casa sin antes comer algo con lo que empezar el día. Con destreza y velocidad ordeñó las cabras antes de abrirles la puerta para que salieran al corral. Ofreció al viajero un cuenco de leche y un trozo de pan duro mientras ella se servía otro cuenco de blanca leche.

- Llévese estas pocas provisiones – dijo la mujer mientras le colocaba sobre la mesa un trozo de queso y media torta de pan -. Ya ha comprobado que de este pueblo no va a sacar gran cosa así es que espero que le duren hasta que pueda encontrar otra aldea menos orgullosa. Me gustaría darle más, pero tampoco ando muy sobrada.

- Ya me ha ayudado mucho más de lo necesario – se apresuró a contestar el peregrino al percibir  la frustración en la mirada de la mujer -. No quisiera abusar de su generosidad.

- Al menos déjeme que le vea la herida antes de que se marche. Bien, parece no infectarse – dijo satisfecha mientras volvía a vendar su cabeza -. Que le vean la herida en el hospital de peregrinos de Oviedo; para entonces ya podrán quitarle los puntos que le he dado.

La mujer recogió un cántaro para el agua y se acercó a la puerta de la vivienda.

- Cerca de la salida del pueblo, al pie de la peña que limita la aldea, hay un manantial donde nos servimos de agua. Le acompañaré hasta allí pues necesito llenar el cántaro – le explicó la mujer.

De esa manera ambos salieron de la vivienda y comenzaron a caminar por la aldea que recibía la mañana con las tareas típicas de atención al ganado. Los pastores preparan el ganado y su zurrón para partir en busca de los pastos que el verano alimentaba. Dentro de unos meses, algunos comenzarán su viaje hacia las lejanas y fértiles tierras de la meseta, donde las praderas aguantan el sustento aún durante el invierno. Otros, sin embargo, permanecerán en la montaña subsistiendo con las briznas que las nieves no cubran y la hierba seca y almacenada en pequeños heniles. Una mujer guiando un animoso cerdo se cruza en su camino y dedica una despectiva mirada a la mujer que acompaña al peregrino. Una anciana tira del mantón de la mujer a su lado reclamando su atención, seguramente su hija, que mantiene la puerta de la cuadra de su casa abierta mientras su marido obliga a las cabras a salir al exterior. Esta se vuelve y mira en la dirección que apunta la trémula y arrugada mano de la vieja.

- Parece que ha pasado una buena noche el mendigo sinvergüenza – comenta jocosa la anciana -. Dios los cría y ellos se juntan.

Lo que provoca las risas de la joven mujer a la que se le une su marido, testigo desde la entrada de la cuadra y mirando divertido a la pareja objeto de burla.

El peregrino aún tenía presente el desprecio y el ataque sufrido la tarde anterior y revivió con dolor la humillación y abandono que debió suponer la vida de la generosa mujer que, sin conocerle siquiera, tanto le había ayudado. Vivir entre las ofuscadas mentes de tan mezquinos vecinos, ignorantes y egoístas, exigía de un corazón de fortaleza inexpugnable, de tesón inagotable. Tanta generosidad y bondad se ocultaba tras una vida entregada por penuria al pecado que pudo apreciar claramente su mano en los desprendidos y preocupados gestos que su hijo, el párroco, había tenido para con él hacía tan solo unas horas. Encendiéndose su sangre con el calor de la ira que comenzaba a inflamar su interior se volvió hacia los jocosos lugareños.

- Cierto es lo que decís señora – arrastró lentamente las palabras -, pues no he visto pueblo en mis viajes que reúna en tan pocas gentes tanto corazón ruin y marchito como en este. Esta mujer es la luz en la tormenta y vosotros los lobos carroñeros que rondáis el rebaño.

A lo que las mujeres contestaron con unas sonoras risotadas mientras el hombre apuntaba con su vara en dirección al peregrino.

- Tal vez no tuviste suficiente ayer y tengamos que ponerte tibias las costillas con la vara – le amenazaba agitando el extremo del cayado.

- ¿Te vas con tu amante y abandonas el pueblo? – la pregunta venía de la casa de enfrente, al otro lado del camino, desde donde una mujer se unía al jolgorio -. ¿O vas a continuar manchando el pueblo de pecado?

La mujer objeto de burla no hizo ademán de afectarse por la ofensa, pero el peregrino volvió furioso la cabeza para fulminar con su mirada a la humillante aldeana. Sintió como tiraba de su brazo con la intención de continuar la marcha y alejarse de las burlas de aquellas gentes, pero se plantó firmemente en su posición y señalando con su mano a aquella que así insultaba a su benefactora le dedicó unas palabras.

- ¿Qué sabrás tú de pecado, ignorante mujer? – ahora su voz sonaba clara, serena -. No tienes ni idea. Pero llegará el día en que tengas que responder por los tuyos, muchos y graves. ¿Estarás preparada?

Se volvió hacia la familia que les había increpado primero y continuó hablando.

- Todos vosotros os enfrentareis al Juicio Final con el corazón vacío y las manos llenas de vergüenza. ¿Estáis preparados para la sentencia?

Por un momento aquellos lugareños guardaron silencio impresionados por la firme voz del peregrino, pero rápidamente el hombre se envalentonó y, con sonrisa burlona en el rostro, volvió a la carga contra el viajero.

- ¿Y serás tú quien nos juzgue? – Preguntaba irónico - ¿Un pordiosero maleante?

A lo que todos los mirones que ya se habían congregado, como las alimañas que presienten la debilidad de una oveja en el rebaño y se concentran en los alrededores, expectantes, arrancaron en vítores y carcajadas.

- ¡Déjanos en paz! – Gritaban - ¡Vete de este pueblo! ¿Quién te crees que eres? ¡Habría que apalearlo para darle una lección!

Viendo que el ambiente presagiaba mal final para ella y el viajero, la buena mujer consiguió arrancarlo de entre la muchedumbre cada vez más numerosa y animada. Tirando fuertemente de su brazo continuó camino hacia la salida del pueblo mientras los vecinos los seguían de cerca con sus agravios y chanzas. Pero próximos al manantial que se situaba junto a la última casa de la aldea el peregrino se detuvo para hablar a su benefactora.

- Has sido generosa y compasiva con un viajero desconocido. Has criado y educado a tu hijo con amor y entrega y en su corazón se aprecia el fruto de tu esfuerzo. Has convivido con miserables vecinos a los que cada noche debías perdonar para poder verlos de nuevo a la mañana siguiente. Ahora debes regresar a tu casa; yo me ocupo de esta chusma.

La mujer lo miró extrañada, temiéndose que se hubiera vuelto loco de repente. Pero la mirada firme y serena de aquel hombre trasmitía tanta fuerza y confianza que no pudo dudar de él.

- ¿Estás seguro de que podrás controlar la situación? – Le preguntó aún sabiendo que ya estaba decidido.

- Vuelve con tu hijo y no salgáis de casa, pase lo que pase.

Y llevándose las manos a la cabeza, el peregrino comenzó a quitarse la venda con la que la mujer había protegido la herida abierta por la pedrada. Para sorpresa de esta, cuando la venda fue completamente retirada descubrió una frente sana, sin el menor rastro de herida alguna.

- Llévate la venda. Quizá la necesites para atender a otros viajeros que necesitados llamen a tu puerta – dijo entregándosela a la sorprendida y enmudecida mujer -. Ahora, vuelve con tu hijo como te he dicho.

Tranquilo entre la muchedumbre, que volvía a rodearlo con insultos e improperios, esperó a ver como la mujer se alejaba hacia el refugio de su hogar mientras él acaparaba la atención de los envalentonados y cada vez más ruidosos vecinos. Cuando la perdió de vista tras la vivienda que se situaba en la parte inferior del pequeño promontorio sobre el que se alzaba la ermita, caminó con resolución hacia el manantial. De una pequeña grieta en la enorme pared de la roca que se alzaba hacia el cielo, protegiendo de vientos la pequeña aldea, brotaba un cristalino y frío manantial. El agua se precipitaba desde un metro de altura escaso hacia un pequeño embalse artificial que hacía las veces de lavadero donde las mujeres lavaban la ropa.

- ¡Vuestro juicio ha llegado! – Gritó hacia la multitud -. ¡Solicitad la clemencia que vosotros no habéis sabido compartir!

Aquello no hizo sino enfurecer más a la muchedumbre que aumentaron el nivel en sus insultos e improperios. Algunos incluso comenzaron a recoger piedras del suelo y a pasárselas unos a otros.

Impasible sin embargo, el peregrino apoyó una de sus manos sobre la dura pared de piedra. Con gesto reprimido, cerrando los ojos y hablando entre dientes apretados masculló:

- ¡Húndase Isoba! Menos la casa del cura y la pecadora.

Aquellos que estaban lo suficientemente cerca del viajero como para oírle no pudieron reprimir sus risas y divertidos especulaban entre ellos.

- Que se hunda Isoba dice el chalado este. ¿Dónde está el río?

- ¡Cuidado! Que igual abre el lavadero para que nos inunde.

Cuando las risas respondieron a las chanzas aumentando el jolgorio y alguna piedra silbó cerca del rostro del imperturbable viajero se escuchó un seco crujido que los habitantes de la montaña reconocieron de inmediato. La roca se abría. De cada uno de los dedos de la mano que el peregrino apoyaba en la piedra partían pequeñas grietas que, con crujidos que ahora rompían el repentino silencio en el que se había sumido la sorprendida multitud, se abrían camino por la superficie de la pared. Cuando los primeros hilos de agua comenzaron a brotar de las crecientes aberturas, algunos vecinos perdieron su valor y se arrojaron corriendo pendiente abajo en dirección a sus casas. Aquellos que aún quedaban junto a la fuente se dieron cuenta demasiado tarde de lo que iba a ocurrir en aquel lugar. Tan ensimismados estaban tratando de que sus mentes asimilaran la idea de que la montaña se abría que no se percataron de que el peregrino ya no estaba allí. Colocando la capucha de su capa sobre su cabeza comenzó a andar hacia el camino que salía del pueblo y se alejaba entre las montañas.

Con un terrible crujido, la pared de la montaña cedió ante la presión de un brutal torrente de agua que, arrastrando rocas y todo lo que encontraba a su paso, embistió contra los aterrados lugareños y los empujó colina abajo, hacia la aldea, arrasando con todo lo que encontraba a su paso. Animales, hombres, mujeres y niños eran arrastrados entre barro, piedras y vigas de tejados levantados, golpeados contra los muros de las pallozas que aún se resistían. En apenas unos minutos, las oscuras aguas cubrían totalmente lo que antes era una aldea. Tan solo la ermita y una pequeña palloza en lo alto de un promontorio atestiguaban la presencia humana.

Dos figuras salen cogidas de la mano del interior de la ermita. En silencio, contemplan compungidos la superficie del agua en busca de algún signo que confirme el recuerdo de la existencia de una aldea.

El párroco, al ver el pueblo transformado en un lago cae al suelo de rodillas y, rompiendo en lágrimas compasivas levanta las manos al cielo rogando perdón por las almas allí ahogadas. Su madre, acariciando con su mano los oscuros cabellos de su hijo le mira enternecida.


- Espero que Dios los perdone, porque yo no creo que pueda hacerlo – sentencia descubriéndose complacida mientras busca con su mirada, a gran distancia ya, la silueta del peregrino que se aleja de la aldea -. Ni siquiera me dijo su nombre.
















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