Esta ruta permite
recorrer un hermoso rincón de la Cordillera Cantábrica, en el límite norte de
León, y enmarcado en el Parque Regional de Picos de Europa.
Se trata de un paseo
circular que rodea al Pico San Justo, y que discurre durante buena parte del
recorrido junto a los ríos Porma e Isoba. El agua nos ofrecerá increíbles
paisajes como pozos y cascadas y por supuesto el lago Isoba, en cuya orilla
comienza el recorrido.
No entraña gran
dificultad por lo que se puede recorrer con niños. Se ha de tener en cuenta que
se trata de una zona de montaña y que tanto el tiempo como la dificultad son
orientativos y están calculados para recorrer la ruta en ausencia de nieve. Con
nieve, no adentrase en ella sin los conocimientos y el equipo adecuado. También
se han de extremar las precauciones en presencia de niebla.
Lago Isoba – Los
Forfogones
A medio camino entre
Puebla de Lillo y la Estación Invernal de San Isidro, se encuentra la localidad
de Isoba, último pueblo leonés antes de cruzar la frontera administrativa con
la vecina Asturias. Se trata de un pequeño pueblo de montaña que conserva el
sabor ganadero a pesar de la cercanía a la carretera y a la estación invernal
con el consiguiente trasiego durante todo el año.

En las inmediaciones
del lago podemos observar un refugio para montañeros, y un chozo tradicional o
palloza, de techo de escoba, restaurado y útil para guarecerse. Este lago tiene
la particularidad de que durante el los invierno fácilmente se hiela y se cubre
completamente por nieve.
La ruta sigue en
dirección norte-este, bajando rápidamente hacia el río Isoba, afluente del alto
Porma, que en su discurrir paralelo a la ruta, presenta algunos saltos de agua
realmente espectaculares.
Una vez abajo, en la
orilla, y tras cruzar un pequeño puente de madera, estaremos en una encrucijada
donde podríamos elegir entre ir hacia este o hacia el oeste, hacia el pueblo de
Isoba. Nosotros elegiremos la derecha, y caminaremos cómodamente atravesando la
vega del conocido como valle Langreo.
En este valle destacan
las limpias praderas, algunos muretes de piedra bastante bien conservados y
desde aquí, si levantamos la cabeza, podremos ver algunos abedulares con sus
troncos blancos, especialmente llamativos cuando han perdido sus hojas.
Inmediatamente nos
adentraremos en la Foz de Entrevados, paso rocoso y estrecho, que hará que el
camino vaya más pegado a la ladera del pico San Justo, vigía de todo el
recorrido, debiendo poner más atención en el camino, pero sin dejar de otear a
nuestra derecha el encajado río y su rosario de saltos. Con suerte en la ladera
de enfrente podremos ver rebecos pastando.
Seguimos avanzando,
rodeando el pico, y la vegetación comienza a aumentar alrededor. Llegaremos a
un cruce señalizado con un cartel, que nos indicará un acceso al río, que
recomendamos hacer. Se trata de una visita puntual al río en una zona realmente
interesante, el Pozo de La Leña que cuenta con una curiosa leyenda que
incluimos en el mapa interactivo.

En poco tiempo
alcanzaremos las vegas y praderías del río Porma, el camino se ensanchará, y
llegaremos a otra encrucijada, que indica nuestro camino y el que lleva a la
localidad de Cofiñal.
Para proseguir nuestro
destino giraremos a la izquierda y nos dirigimos hacia el norte, paralelos al
río Porma, al que trataremos de acceder en el punto indicado, para disfrutar de
otro pequeño rincón especial, Los Forfogones.
Los Forfogones-Lago
Isoba
Para completar el
circuito programado, una vez visitadas las cascadas volvemos a cruzar la
pasarela y retomamos el estrecho sendero que directamente ahora se encaminará
hacia el norte. Llegaremos hasta el Puente de los Hitos, por donde la carretera
de acceso a los puertos de Tarna y Las Señales salva el río Porma.
Desde aquí giraremos
radicalmente a la izquierda, para afrontar el tramo conocido como valle del
Pinzón, siguiendo la ladera norte del pico San Justo, en las praderas por
debajo del hayedo que viste toda la falta del imponente pico.
Encontraremos una
estación de medición de Confederación Hidrográfica del Duero al principio de
este tramo, una zona más abierta, donde veremos como la carretera asciende
hacia los puertos, y dejando a nuestra espalda la visión de un denso y
espectacular pinar, el Pinar de Lillo.
Seguimos nuestro camino
después de fantasear con el interior de tan magnífico bosque de acceso
restringido, y volvemos a la realidad no menos impresionante de nuestro hayedo.
Nuestro sendero discurre cómodo a media ladera, con el arroyo de Pinzón abajo,
la oscura linde del hayedo arriba, y las praderías con ganado, sobretodo
equino, y algún que otro chozo diseminados por el paisaje.
Llegado un punto, nos
adentraremos en el precioso hayedo, hasta alcanzar el Collado del Pinzón, que
separa los Picos San Justo y Pinzón, y orienta la ruta, ya en su recta final,
cuesta abajo, hacia la localidad de Isoba.
Desde el pueblo
solamente nos resta alcanzar la laguna en cuyas inmediaciones tendremos
aparcado nuestro vehículo.
La
Leyenda del Lago Ausente
En
la montaña leonesa, subiendo por el pantano del Porma hacia el puerto de San
Isidro, existe un pueblo llamado Isoba en cuyas cercanías puede disfrutar el
visitante de dos hermosos lagos. El más cercano al pueblo lleva su mismo
nombre; Lago Isoba. El otro se sitúa un poco más alejado y aunque se trata de
un lago de origen glacial, no faltan las leyendas que especulan con su origen,
como ocurre con todo buen lago que se precie. Le llaman Lago Ausente y este
relato es una visión de lo que me contaron de esas leyendas.
La
montaña es un adversario muy duro para el caminante. Deteniéndose en uno de
aquellos miradores, observando maravillado el paisaje desde las alturas, el
viajero inunda de aire puro sus pulmones y de paz su corazón. Montañas hasta
más allá de donde alcanza la vista, y apretados en sus faldas, zigzagueantes y
estrechos valles surcados por senderos y salpicados de tanto en cuanto por
pequeñas aldeas de pastores y artesanos, cazadores y pescadores. No muy lejos
de allí, un grupo de rebecos que salta entre peñas imposibles, no pierde de
vista a la nota discordante en la sinfonía del paisaje. Vigilan con curiosidad
la figura de aquel hombre que, apoyándose sobre un largo bastón y cubierto por
una larga capa de la cabeza a los pies, lleva un tiempo ya detenido, inmóvil,
salvo por el leve gesto que descubre su cabeza dejando caer a su espalda la
capucha de su capa.
Atesora
el regalo de las vistas con unos ojos de mirada profunda, oscuros, viéndose perdido en el filo del horizonte,
entona su canto de despedida, consumiéndose como brasa incandescente. Una nariz
recta y bien formada cae sobre una espesa y descuidada barba que devora
codiciosa medio rostro, haciendo apenas perceptibles las angulosas formas de un
rostro enjuto y curtido en penurias de mil caminos. Su cabello, cortado antes
de llegar a los hombros, disimula su azabache salpicado con el blanco de
incontables canas que no ayudan a calcular la edad del viajero.
El
tañido de una campana invita a los fieles a acudir a la ermita. Sorprendido se percata
de cómo las sombras arrojadas por los altos picos expulsan rápidamente los restos de luz,
abandonados a su suerte por un sol ya derrotado. Tendrá que darse prisa si
quiere llegar a la aldea con tiempo de procurarse una cena antes de que la
noche le cierre las puertas de los lugareños.
De
regreso al camino, continúa su peregrinar subiendo las últimas rampas hasta las
primeras casas de la aldea. Un puñado de pequeñas pero robustas pallozas,
construidas piedra sobre piedra, con su techumbre cubierta de haces de centeno
ennegrecidos por el sol y el agua, entretejen un pequeño laberinto de senderos
entre pendientes y corrales. Cabras lecheras y ovejas lanudas asoman entre los
postes de muchos de aquellos corrales. Muy cerca de la entrada de la aldea se
yerguen dos casas ovaladas de mayor tamaño que el resto. En sus corrales, las
vacas que tirarán del arado rumian ahora sosegadas la paja de sus pesebres. Muy
pronto, el ganado se recogerá al interior de la vivienda, compartiendo espacio,
seguridad y calor con la familia, apenas separados por un bajo tabique de
tablas de roble. Delgadas columnas de humo se escapan del extremo superior del
cono de varias de las casas señalando la proximidad de la cena. A estas alturas
del año, ultimando el verano, la temperatura desciende notablemente al caer la
noche y ya se agradece un poco de fuego en el hogar para templar el ambiente,
sobre todo para aquellas familias que no posean una pareja de vacas que
compartan su calor.
El
viajero se dirige primero hacia esas casas que parecen albergar a las familias
más prósperas de la aldea. Con decisión golpea la puerta nada más acercarse a
ella, firme, pero sin violencia. Se escuchan unos ruidos tras las maderas de la
puerta y al poco se entreabre asomando por el quicio una niña de unos diez o
doce años. Lleva el pelo recogido y la cara lavada, sonrosada y regordeta, como
corresponde al estatus de la vivienda. Ladea la cabeza y mira al desconocido
viajero con el ceño fruncido.
-
¿Quién es niña? – Se oye una voz de mujer desde el interior.
-
Soy un peregrino que va de camino a Oviedo, a la Catedral de El Salvador, y que
pide una limosna para la cena, que el estómago vacío no reconcilia bien con el
sueño y el descanso – Se apresura a contestar el viajero.
Unas
cazuelas entrechocan ruidosamente dentro de la casa y al pronto la puerta se
abre completamente por la mano de una mujer que con una escoba en la otra mano
bufa iracunda increpando al peregrino.
-
¿Otro vago a comer del cuento? ¿Os creéis que porque tengamos dinero podéis
venir a limpiarnos la bolsa o a vaciar nuestros pucheros un día sí y otro
también? ¡Pues nos ha costado mucho ganarlo! ¡Arrea de aquí, no quiero verte! –
Amenaza ahora con la escoba apuntando al perplejo peregrino.
Con
un fuerte portazo deja al viajero en la
calle, con sus esperanzas y buenos deseos atrapados por sorpresa entre la
puerta y su marco. Muchas veces le habían negado la dádiva, pero siempre con
escusas más o menos probables; no con tanto desprecio descarado y manifiesto.
Sobrepuesto, ¡qué le vamos a hacer!, dirige sus pasos hacia la siguiente
vivienda, también de tamaño respetable y ganado numeroso. Esta vez procura
llamar a la puerta con más delicadeza no siendo que el culpable de tan frío
recibimiento fuese su amistoso ímpetu mal comprendido.
Mas
esta vez no sale nadie a recibirle, si bien el postigo del ventanuco adyacente
se entreabre lo suficiente para que unos furtivos ojos observen al peregrino
con muy poco disimulo.
-
Buenas tardes nos dé Dios, buen hombre – Se dirige el peregrino a la sombra
tras la ventana. – Me preguntaba si sería tan amable….
En
cuanto mueve un pie en dirección a la ventana esta se cierra bruscamente
dejando las palabras colgando, inútiles y vacías, en la boca del viajero.
No
perdamos la esperanza; hay más casas en el pueblo, se dice el peregrino dándose
ánimos mientras enfila el sendero que le lleva a la parte más poblada de la
aldea. Al acercarse a la siguiente casa encuentra un hombre reuniendo las
cabras para recogerlas en la vivienda a través del portón trasero que se abre
hacia la cuadra.
-
Buenas tardes nos dé Dios, buen hombre – repite como tantas otras veces -.
Tiene usted un rebaño de cabras muy bien cuidado.
El
aludido también ha clavado la mirada en el peregrino y de tal manera, que
parece querer leer sus palabras en el fondo de su cráneo. Pero el hombre se
limita a mantener su mirada fija en el viajero mientras golpea mecánicamente
una vara contra el suelo para azuzar a sus cabras. Ni una palabra sale de sus
labios, ni un solo gesto en su semblante; simplemente mantiene la mirada,
impasible y sin emoción. Tras unos larguísimos segundos de expectación nuestro
viajero intenta romper el silencio abordando directamente el asunto de su
parada.
-
Soy un peregrino de camino a El Salvador, en Oviedo. Tal vez quisiera ayudar a
este humilde viajero que llega hambriento y sediento de su largo caminar.
Pero
aquel pastor, quizá cansado de mirar al peregrino, busca con su mirada a la
última cabra de su rebaño, coja y retrasada, y avivándola con la vara acaba
metiéndola en la cuadra. Tras ella, y manteniendo un silencio propio de quien
no ha visto un ser vivo con el que hablar, se introduce en la vivienda y cierra
el portón de la misma.
Atónito
ante tal comportamiento, se dirige resignado hacia la siguiente vivienda, muy
cercanas entre ellas, casi formando un círculo. En la puerta de una de esas
casas se encuentran reunidas varias mujeres que ya comienzan a recoger los
husos de madera con los que han estado hilando lana durante toda la tarde. En
el corral, se oye el alborozo de varios muchachos dedicados a recoger blancos
ovillos de lana que han sido puestos a secar tras su lavado. Cuando se acerca
al grupo de mujeres estas enmudecen sus cotorreos y dedican al viajero miradas
de desconfianza y expectación. Solo después de presentarse y exponer los
motivos de su parada se rompe el silencio entre las lugareñas.
-
¿Crees que tan sobrados estamos que podemos dar comida a cualquier vago que se
presente en el pueblo? – Espeta una de ellas con desprecio.
-
¡Vete a otro pueblo a aprovecharte de su gente! – grita otra.
-
¡Sigue tu camino y sal del pueblo o te sacarán nuestros maridos! – amenaza una
tercera -. No tardarán en amarrar el ganado y reunirse aquí.
-
Si, vete de aquí. No queremos vagabundos en nuestro pueblo – continúan.
Al
tiempo, los mozalbetes han abandonado sus tareas y observando divertidos la
escena deciden tomar parte en ella. Sin ningún tipo de aviso, el peregrino se
ve sorprendido por una lluvia de piedras que le son arrojadas desde el corral.
Quiso la mala suerte cebarse con tanta saña con él que uno de aquellos cantos
alcanzó al sorprendido hombre en la frente con tal fuerza, que se le nubló la
vista y, mareado, sintió la caliente sangre descender por su cara. Desorientado
por la pedrada solo pensaba el peregrino en abandonar el campo de batalla, mas
no sabía en qué dirección encontraría su alivio. Escuchó una voz, autoritaria,
pidiendo paz a las mujeres y amenazando con estirar orejas a los muchachos. Una
mano se metió bajo su brazo y le ayudó a mantenerse en pie. La misma voz le
hablaba ahora, casi susurrándole al oído.
-
Venga conmigo buen hombre. ¿Pero qué es lo que ha hecho para enfurecerlos así?
Al
principio no pudo ver a su salvador y, cuando creyó que la vista se le
aclaraba, creyó no mejorar pues solo veía el color negro. Pronto descubrió que
el motivo de ello era debido a que quien lo había rescatado no era sino el cura
de la aldea y el negro su sotana. Era un hombre joven, seguramente recién
ordenado sacerdote. Lo llevaba a una pequeña casita pegada a la ermita, también
modesta por la escasa población que la necesitaba. Una vez en su interior, el
párroco le limpió la herida de la frente con un paño limpio y mucha agua
fresca.
-
No tiene buena pinta – le comunicó con un arrugado mohín en su rostro -.
Quédese con este pañuelo y sosténgalo apretado contra la herida; ayudará a que
deje de sangrar.
Ilustración:
Nerea Munitxa
Y
le ofreció otro paño limpio que sacó de un cajón bajo la mesa. El peregrino lo
aceptó agradecido y lo sujetó con fuerza contra la herida palpitante que
martilleaba su cabeza.
-
Estaba a punto de cenar – continuó el cura -. No tenía gran cosa preparada pero
si repartimos la cazuela y saco un trozo de queso que aún guardo en la alacena
creo que podremos acabar el día con el estómago no muy vacío. Lástima no poder
ofrecerle un poco de pan, pero no podré comprarlo hasta mañana por la tarde.
Después
de dejar la cazuela y el queso sobre la mesa, se dirigió de nuevo a la alacena
y volvió con una botella que parecía de vino.
-
Que el señor me lo perdone, pero creo que usted necesita un poco de este vino
que guardo para las misas. Y perdone a mis feligreses – se disculpó el cura -,
no se fían de los forasteros y no parece que mis oraciones tengan mucho efecto
en sus cerrados corazones.
Y
así, cenaron fugazmente las escasas provisiones que, no llenando del todo sus
estómagos, sí colmaron sus espíritus gracias a su mutua compañía. Tras la cena,
los dos hombres continuaron charlando amigablemente entre ellos. Andaba el
peregrino describiendo su visita por la catedral de León y sus magníficas
vidrieras, cuando llamaron a la puerta. Como si esperara la visita, el cura se
apresuró a abrirla y a recibir a una señora de mediana edad que traía entre sus
manos una sotana negra planchada y doblada.
-
Aquí la tienes, remendada como nueva – le decía la mujer -. A ver si tienes más
cuidado y no la vuelves a enganchar.
-
Madre, por favor…. – rogó el párroco haciendo un gesto para que la mujer viera
que no se encontraba solo.
Al
mirar hacia el viajero se percató del paño que sujetaba sobre su frente y de la
mancha escarlata que afloraba entre sus pliegues. Rápidamente se acercó al
peregrino y preguntó a su hijo por el motivo de la herida. Tras las
explicaciones la mujer pidió ver el estado de la herida, y después de
comprobarlo, dedicó una mirada de desaprobación a su hijo.
-
Mi hijo tiene buen corazón y mejores intenciones – habló dirigiéndose ahora al
peregrino -. Quizá se le dé bien curar el alma, pero del cuerpo no tiene ni
idea. Acompáñeme a mi casa; hay que dar unos puntos a esa brecha o se infectará
antes de que quiera empezar a cicatrizar.
Tras
despedirse del párroco, el peregrino siguió a la mujer por el sendero que
llevaba hasta su casa. Por el camino se cruzaron con dos de las otras mujeres
que apenas una hora antes habían protagonizado la violenta escena que acabó con
la pedrada en su frente. Pudo reconocerlas a pesar de la escasa luz que aún
quedaba, pues el oscuro manto de la noche ya comenzaba a arropar toda la montaña.
Lo sorprendente para él fue que ahora le miraban con aire divertido.
-
Mira con quien va el vagabundo – Susurraba una de ellas.
-
Un sinvergüenza que solo quería nuestra ayuda para una buena noche – continuó
su compañera -. De haberle dado alguna moneda ahora estaría en la bolsa de la
zorra.
Aunque
los comentarios se hicieron en voz queda no se esforzaron mucho por no ser
oídos, si bien la mujer que le acompañaba ni se inmutó y siguió su camino como
si no hubiera visto a aquellas chismosas mujeres.
Pronto
entraron en la vivienda de aquella mujer. En la cocina ardían unos troncos que
iluminaban casi toda la estancia. La vivienda estaba dividida en dos partes,
como casi todas las construcciones que se levantaban a lo largo de las
montañas, sobre todo más al oeste, donde las montañas de León chocaban
serpenteantes y se mezclaban con las gallegas. En la parte más baja,
aprovechando la ligera pendiente del suelo, estaba la cuadra en la que podía
verse una pareja de vacas. Contra la valla que separaba la vivienda de la
cuadra se apoyaba un escaño largo de madera que hacía las veces de asiento a la
mesa frente a él, y de almacén, pues todo el espacio bajo el asiento no era
sino un baúl. Frente a la mesa, la cocina donde ardían los leños. A la
izquierda de la cocina se apilaban unos troncos entre la pared y la alacena. A
la derecha se escondía tras unas cortinas una pequeña estancia que,
seguramente, fuera la alcoba donde aquella mujer descansaba por las noches.
Mientras
la mujer ponía al fuego una aguja curvada y buscaba un ovillo de hilo continuó
hablando con el peregrino.
-
Los lobos o algún oso desorientado te obligan a estar preparada para poder dar
unas puntadas a alguna oveja o incluso una vaca si han sido atacadas y
sobreviven.
Viendo
la cara del viajero ante la incandescente aguja la mujer soltó una abierta
risotada y poniendo una de sus manos sobre su hombro le dijo en tono divertido:
-
Solo serán un par de puntadas; ni lo vas a notar.
De
repente se palmeó la frente en señal de haber recordado algo. Con rapidez se
volvió hacia la alacena y abrió uno de las puertas superiores.
-
¡Recristo! No recordaba que aún guardaba esto – juró ruidosamente mientras
sacaba una botella de vidrio tallado que tenía un líquido dorado en su interior
-. Es orujo con miel. Suelo tener alguna reserva para aliviar los catarros en
el invierno. Un buen trago despeja las vías respiratorias y, en tu caso, te
ayudará a no pensar tanto en esa aguja.
Le
llenó una pequeña taza de latón y se la ofreció pero dejó la botella en la
mesa, al alcance y disposición del herido. Éste bebió de un trago el contenido
de la taza y casi se le cae de la mano al arrancar a toser.
-
¡uf! – resopló -. Es muy fuerte. Y está muy bueno. Se lo agradezco.
-
Es costumbre rebajar el orujo para que gane dulzor pero, ¡qué demonios! –
Explicaba la mujer -. Cuando quiera beber agua ya iré al manantial.
Unos
minutos más tarde y otra taza más sosegadamente vaciada y el rostro del viajero
ya recuperaba su color al tiempo que su lengua perdía destreza. La mujer
comenzó con la faena de remendar la herida con tanta destreza y delicadeza que
apenas fue más que una molestia para el sufrido paciente. Después dio unas
vueltas a la cabeza con una gasa larga y estrecha para cubrir la herida. Cuando
hubo finalizado la obra y comenzado a recoger los utensilios para las curas el
viajero abordó un tema que le traía inquieto y que, de no haber sido por el
aguardiente, quizá no se hubiera atrevido a sacar.
-
Esas mujeres con las que nos cruzamos de camino a su casa…. – se calló al ver
cómo la mujer se detenía y como de su semblante se borraba la sonrisa.
-
Ahora estarán haciendo cábalas de cómo gasta sus monedas con la fulana del
pueblo – terminó ella la frase.
-
No entiendo – balbuceaba el viajero sintiéndose confuso -. Pero el cura…
La
mujer se sentó a su lado en el escaño y, dejando que su vista se perdiera entre
las brasas que crepitaban en el hogar comenzó a contarle la historia de su vida
a aquel hombre que acababa de conocer.
-
Hace veinticuatro años construyeron un puente de piedra en la carretera para
unir unas peñas y evitar un largo rodeo que se daba por entonces. Vinieron
hombres expertos en el trabajo con la piedra desde muy lejos y entre ellos un
joven apuesto que pronto se encaprichó de la joven que les llevaba el agua. Yo
tenía solo dieciséis años colmados a partes iguales de ignorancia e inocencia.
Me dejó preñada y al terminar la obra se marchó; ni siquiera esperó a que
naciera el rapaz. Me quedé sin padres a los doce años y preñada a los
dieciséis. Sola. ¿Sabe usted lo que le espera a una madre soltera en estas
tierras? Desprecio. Debí marcharme, pero esta es mi tierra. Una anciana de la
familia de mi difunto padre me ayudó mientras pudo, pero no es fácil sacar adelante
un hijo en esas condiciones. Nadie me daba trabajo, ni prestaban ni vendían. Lo
único que pude hacer fue ganarme unas monedas haciendo lo único por lo que ya
me señalaban todos. Por amor tuve a mi hijo, aunque no fuera un amor
correspondido, y por dinero compartí lecho con hombres a los que no conocía. No
me arrepiento de ello pues me ha permitido ver a mi niño hecho un hombre. No me
está permitido ir a la iglesia a verle rezar por nosotros, pero tampoco me
preocupa. No creo que Dios tenga quejas de mí. Al fin y al cabo, él entregó su
hijo a los hombres para que lo crucificaran; yo entregué mi cuerpo a los
hombres y a él mi hijo para que lo ensalce en su grandeza.
El
viajero meditó la historia en respetuoso silencio. La última frase había sido
expresada con cierto asomo de sarcasmo, creyó apreciar. Por fin, la mujer
reaccionó y dándose unas palmadas en sus rodillas se levantó de la silla para
enfrentarse al peregrino.
-
Ya le han visto entrar en mi casa, así que lo hecho, hecho está. No permitiré que
salga a dormir sabe Dios dónde esta noche. Pasará la noche aquí, pero no se
haga ilusiones; dormirá en ese escaño donde ahora está sentado mientras yo lo
hago en mi cama. Creo que es usted un hombre honrado y que merece mi confianza,
pero por si acaso le advierto que con el tiempo he aprendido a defenderme de
los hombres que no respetan a las mujeres.
-
Se lo agradezco de todo corazón – contestó sincero el viajero -. No quisiera ni
por error faltar el respeto a quien con tan buena disposición me ha recogido y
curado sin siquiera conocerme.
Tras
despedirse hasta el día siguiente con el buenas noches acostumbrado, el viajero
se enrolló en su capa y se recostó sobre el escaño. La mujer, echando un último
vistazo al inmóvil viajero, se retiró a su alcoba, el pequeño rincón junto a la
cocina, y corrió una cortina cosida de paños oscuros que protegía su intimidad
de las miradas de un hombre que, por una vez, dormiría al otro lado de las
mismas.
Las
primeras luces del día fueron barriendo las sombras de la noche, dejando al
descubierto los furtivos retazos de una neblina que se arrastraba entre las
casas en su descenso desde lo alto de las cumbres. Un nervioso perro de oscuro
pelaje y mirada avispada se desperezaba y estiraba mientras daba vueltas a
pequeños saltitos alrededor de un enorme mastín, color canela, que permanecía
echado sin el menor amago de cambiar de postura.
En
el interior de la vivienda la mujer despertó con el primer quejido de las
maderas del escaño bajo el peso del peregrino, que se desperezaba y estiraba
poco a poco mientras se incorporaba. El hombre había dormido de un tirón y le
dolían ligeramente las costillas debido a la posición forzada sobre el escaño.
La mujer se había mantenido en un duermevela intermitente, alternando finos
sueños con vívidas visiones apocalípticas que, aún horrendas, no llegaban a
causarle temor como para ser la causa de su desvelo, más bien al contrario fue
satisfacción lo que descubrió mientras meditaba sobre sus visiones al tiempo
que se vestía.
El
viajero recogió las escasas pertenencias que portaba en su hatillo de viaje y
se dispuso a abandonar la vivienda para continuar su viaje, a lo que la mujer
se negó rotundamente. No permitiría que saliera de su casa sin antes comer algo
con lo que empezar el día. Con destreza y velocidad ordeñó las cabras antes de
abrirles la puerta para que salieran al corral. Ofreció al viajero un cuenco de
leche y un trozo de pan duro mientras ella se servía otro cuenco de blanca
leche.
-
Llévese estas pocas provisiones – dijo la mujer mientras le colocaba sobre la
mesa un trozo de queso y media torta de pan -. Ya ha comprobado que de este
pueblo no va a sacar gran cosa así es que espero que le duren hasta que pueda
encontrar otra aldea menos orgullosa. Me gustaría darle más, pero tampoco ando
muy sobrada.
-
Ya me ha ayudado mucho más de lo necesario – se apresuró a contestar el
peregrino al percibir la frustración en
la mirada de la mujer -. No quisiera abusar de su generosidad.
-
Al menos déjeme que le vea la herida antes de que se marche. Bien, parece no
infectarse – dijo satisfecha mientras volvía a vendar su cabeza -. Que le vean
la herida en el hospital de peregrinos de Oviedo; para entonces ya podrán
quitarle los puntos que le he dado.
La
mujer recogió un cántaro para el agua y se acercó a la puerta de la vivienda.
-
Cerca de la salida del pueblo, al pie de la peña que limita la aldea, hay un
manantial donde nos servimos de agua. Le acompañaré hasta allí pues necesito
llenar el cántaro – le explicó la mujer.
De
esa manera ambos salieron de la vivienda y comenzaron a caminar por la aldea
que recibía la mañana con las tareas típicas de atención al ganado. Los
pastores preparan el ganado y su zurrón para partir en busca de los pastos que
el verano alimentaba. Dentro de unos meses, algunos comenzarán su viaje hacia
las lejanas y fértiles tierras de la meseta, donde las praderas aguantan el
sustento aún durante el invierno. Otros, sin embargo, permanecerán en la
montaña subsistiendo con las briznas que las nieves no cubran y la hierba seca
y almacenada en pequeños heniles. Una mujer guiando un animoso cerdo se cruza
en su camino y dedica una despectiva mirada a la mujer que acompaña al
peregrino. Una anciana tira del mantón de la mujer a su lado reclamando su
atención, seguramente su hija, que mantiene la puerta de la cuadra de su casa
abierta mientras su marido obliga a las cabras a salir al exterior. Esta se
vuelve y mira en la dirección que apunta la trémula y arrugada mano de la vieja.
-
Parece que ha pasado una buena noche el mendigo sinvergüenza – comenta jocosa
la anciana -. Dios los cría y ellos se juntan.
Lo
que provoca las risas de la joven mujer a la que se le une su marido, testigo
desde la entrada de la cuadra y mirando divertido a la pareja objeto de burla.
El
peregrino aún tenía presente el desprecio y el ataque sufrido la tarde anterior
y revivió con dolor la humillación y abandono que debió suponer la vida de la
generosa mujer que, sin conocerle siquiera, tanto le había ayudado. Vivir entre
las ofuscadas mentes de tan mezquinos vecinos, ignorantes y egoístas, exigía de
un corazón de fortaleza inexpugnable, de tesón inagotable. Tanta generosidad y
bondad se ocultaba tras una vida entregada por penuria al pecado que pudo apreciar
claramente su mano en los desprendidos y preocupados gestos que su hijo, el
párroco, había tenido para con él hacía tan solo unas horas. Encendiéndose su
sangre con el calor de la ira que comenzaba a inflamar su interior se volvió
hacia los jocosos lugareños.
-
Cierto es lo que decís señora – arrastró lentamente las palabras -, pues no he
visto pueblo en mis viajes que reúna en tan pocas gentes tanto corazón ruin y
marchito como en este. Esta mujer es la luz en la tormenta y vosotros los lobos
carroñeros que rondáis el rebaño.
A
lo que las mujeres contestaron con unas sonoras risotadas mientras el hombre
apuntaba con su vara en dirección al peregrino.
-
Tal vez no tuviste suficiente ayer y tengamos que ponerte tibias las costillas
con la vara – le amenazaba agitando el extremo del cayado.
-
¿Te vas con tu amante y abandonas el pueblo? – la pregunta venía de la casa de
enfrente, al otro lado del camino, desde donde una mujer se unía al jolgorio -.
¿O vas a continuar manchando el pueblo de pecado?
La
mujer objeto de burla no hizo ademán de afectarse por la ofensa, pero el
peregrino volvió furioso la cabeza para fulminar con su mirada a la humillante
aldeana. Sintió como tiraba de su brazo con la intención de continuar la marcha
y alejarse de las burlas de aquellas gentes, pero se plantó firmemente en su
posición y señalando con su mano a aquella que así insultaba a su benefactora
le dedicó unas palabras.
-
¿Qué sabrás tú de pecado, ignorante mujer? – ahora su voz sonaba clara, serena
-. No tienes ni idea. Pero llegará el día en que tengas que responder por los
tuyos, muchos y graves. ¿Estarás preparada?
Se
volvió hacia la familia que les había increpado primero y continuó hablando.
-
Todos vosotros os enfrentareis al Juicio Final con el corazón vacío y las manos
llenas de vergüenza. ¿Estáis preparados para la sentencia?
Por
un momento aquellos lugareños guardaron silencio impresionados por la firme voz
del peregrino, pero rápidamente el hombre se envalentonó y, con sonrisa burlona
en el rostro, volvió a la carga contra el viajero.
-
¿Y serás tú quien nos juzgue? – Preguntaba irónico - ¿Un pordiosero maleante?
A
lo que todos los mirones que ya se habían congregado, como las alimañas que
presienten la debilidad de una oveja en el rebaño y se concentran en los
alrededores, expectantes, arrancaron en vítores y carcajadas.
-
¡Déjanos en paz! – Gritaban - ¡Vete de este pueblo! ¿Quién te crees que eres?
¡Habría que apalearlo para darle una lección!
Viendo
que el ambiente presagiaba mal final para ella y el viajero, la buena mujer
consiguió arrancarlo de entre la muchedumbre cada vez más numerosa y animada.
Tirando fuertemente de su brazo continuó camino hacia la salida del pueblo
mientras los vecinos los seguían de cerca con sus agravios y chanzas. Pero
próximos al manantial que se situaba junto a la última casa de la aldea el
peregrino se detuvo para hablar a su benefactora.
-
Has sido generosa y compasiva con un viajero desconocido. Has criado y educado
a tu hijo con amor y entrega y en su corazón se aprecia el fruto de tu
esfuerzo. Has convivido con miserables vecinos a los que cada noche debías
perdonar para poder verlos de nuevo a la mañana siguiente. Ahora debes regresar
a tu casa; yo me ocupo de esta chusma.
La
mujer lo miró extrañada, temiéndose que se hubiera vuelto loco de repente. Pero
la mirada firme y serena de aquel hombre trasmitía tanta fuerza y confianza que
no pudo dudar de él.
-
¿Estás seguro de que podrás controlar la situación? – Le preguntó aún sabiendo
que ya estaba decidido.
-
Vuelve con tu hijo y no salgáis de casa, pase lo que pase.
Y
llevándose las manos a la cabeza, el peregrino comenzó a quitarse la venda con
la que la mujer había protegido la herida abierta por la pedrada. Para sorpresa
de esta, cuando la venda fue completamente retirada descubrió una frente sana,
sin el menor rastro de herida alguna.
-
Llévate la venda. Quizá la necesites para atender a otros viajeros que necesitados
llamen a tu puerta – dijo entregándosela a la sorprendida y enmudecida mujer -.
Ahora, vuelve con tu hijo como te he dicho.
Tranquilo
entre la muchedumbre, que volvía a rodearlo con insultos e improperios, esperó
a ver como la mujer se alejaba hacia el refugio de su hogar mientras él
acaparaba la atención de los envalentonados y cada vez más ruidosos vecinos.
Cuando la perdió de vista tras la vivienda que se situaba en la parte inferior
del pequeño promontorio sobre el que se alzaba la ermita, caminó con resolución
hacia el manantial. De una pequeña grieta en la enorme pared de la roca que se
alzaba hacia el cielo, protegiendo de vientos la pequeña aldea, brotaba un
cristalino y frío manantial. El agua se precipitaba desde un metro de altura
escaso hacia un pequeño embalse artificial que hacía las veces de lavadero
donde las mujeres lavaban la ropa.
-
¡Vuestro juicio ha llegado! – Gritó hacia la multitud -. ¡Solicitad la
clemencia que vosotros no habéis sabido compartir!
Aquello
no hizo sino enfurecer más a la muchedumbre que aumentaron el nivel en sus
insultos e improperios. Algunos incluso comenzaron a recoger piedras del suelo
y a pasárselas unos a otros.
Impasible
sin embargo, el peregrino apoyó una de sus manos sobre la dura pared de piedra.
Con gesto reprimido, cerrando los ojos y hablando entre dientes apretados
masculló:
-
¡Húndase Isoba! Menos la casa del cura y la pecadora.
Aquellos
que estaban lo suficientemente cerca del viajero como para oírle no pudieron reprimir
sus risas y divertidos especulaban entre ellos.
-
Que se hunda Isoba dice el chalado este. ¿Dónde está el río?
-
¡Cuidado! Que igual abre el lavadero para que nos inunde.
Cuando
las risas respondieron a las chanzas aumentando el jolgorio y alguna piedra
silbó cerca del rostro del imperturbable viajero se escuchó un seco crujido que
los habitantes de la montaña reconocieron de inmediato. La roca se abría. De
cada uno de los dedos de la mano que el peregrino apoyaba en la piedra partían
pequeñas grietas que, con crujidos que ahora rompían el repentino silencio en
el que se había sumido la sorprendida multitud, se abrían camino por la
superficie de la pared. Cuando los primeros hilos de agua comenzaron a brotar
de las crecientes aberturas, algunos vecinos perdieron su valor y se arrojaron
corriendo pendiente abajo en dirección a sus casas. Aquellos que aún quedaban
junto a la fuente se dieron cuenta demasiado tarde de lo que iba a ocurrir en
aquel lugar. Tan ensimismados estaban tratando de que sus mentes asimilaran la
idea de que la montaña se abría que no se percataron de que el peregrino ya no
estaba allí. Colocando la capucha de su capa sobre su cabeza comenzó a andar
hacia el camino que salía del pueblo y se alejaba entre las montañas.
Con
un terrible crujido, la pared de la montaña cedió ante la presión de un brutal
torrente de agua que, arrastrando rocas y todo lo que encontraba a su paso,
embistió contra los aterrados lugareños y los empujó colina abajo, hacia la
aldea, arrasando con todo lo que encontraba a su paso. Animales, hombres,
mujeres y niños eran arrastrados entre barro, piedras y vigas de tejados
levantados, golpeados contra los muros de las pallozas que aún se resistían. En
apenas unos minutos, las oscuras aguas cubrían totalmente lo que antes era una
aldea. Tan solo la ermita y una pequeña palloza en lo alto de un promontorio
atestiguaban la presencia humana.
Dos
figuras salen cogidas de la mano del interior de la ermita. En silencio,
contemplan compungidos la superficie del agua en busca de algún signo que
confirme el recuerdo de la existencia de una aldea.
El
párroco, al ver el pueblo transformado en un lago cae al suelo de rodillas y,
rompiendo en lágrimas compasivas levanta las manos al cielo rogando perdón por
las almas allí ahogadas. Su madre, acariciando con su mano los oscuros cabellos
de su hijo le mira enternecida.
-
Espero que Dios los perdone, porque yo no creo que pueda hacerlo – sentencia
descubriéndose complacida mientras busca con su mirada, a gran distancia ya, la
silueta del peregrino que se aleja de la aldea -. Ni siquiera me dijo su
nombre.
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